lunes, 2 de junio de 2014

PASTORES

Si hablamos de pastores y pastoreo y queremos empezar por el principio, como Dios manda, habremos de remontarnos, por lo menos, por lo menos, al Neolítico.  Aquellos barbudos antepasados  nuestros descubrieron que, para conseguir carne y pieles, mucho mejor que las largas,  penosas y arriesgadas cacerías, podría ser  tener bajo control a los animales, su alimentación y su reproducción y disponer de sus producciones. 

Sostienen los estudiosos de la Prehistoria que esto, probablemente, no fue un cambio repentino, sino un proceso paulatino de aproximación a los rebaños silvestres.


Pasamos de recolectores y cazadores a agricultores y ganaderos en una época relativamente cercana. Eso supuso el nacimiento de  las civilizaciones.

La agricultura significaba vivir en la tierra que se había conquistado a la naturaleza y que se cultivaba. Significaba también proteger y guardar a buen recaudo las cosechas y esto implicaba  la sedentarización, formación de poblados cada vez más grandes y complejos. La ganadería, por su naturaleza,  tenía que ser nómada. Se trataba y, en muchos casos se trata aún, de desplazarse en busca de pastos dependiendo de la época del año y de la meteorología.

Buena prueba de la vida nómada de ganados y pastores la tenemos en la red de vías pecuarias que atraviesan la península, sobre todo de norte a sur. Permanecen aún gran parte de ellas, como cicatrices en el mapa, testimonio de lo que fuimos y casi no recordamos de una forma de vida pegada a la tierra.
Esta red de cañadas, veredas y cordeles dependiendo de su anchura, tenían distinto nombre. Puede que venga de tiempos remotos pero alcanzó gran importancia a partir de la creación de “La Mesta” en tiempos de Alfonso X el Sabio.

El Real Concejo de la Mesta de Pastores fue una poderosa e influyente organización.  Otorgaba derechos de paso y pastoreo a los ganados y privilegios de todo tipo a sus dueños. Muchas veces en perjuicio de la    agricultura y de los propios pastores  locales de  cada pueblo. Esto llevó a continuos enfrentamientos y pleitos que, de ordinario, ganaban los ganaderos de paso,  por el referido trato de favor de que gozaban. Visto desde aquí puede parecer extraño que una organización  ganadera tuviera tanto poder, pero hay que tener en cuenta que, dada la importancia económica de la lana, los ganaderos no eran humildes pastorcillos, sino  nobles, órdenes religiosas o militares, incluso la realeza.

Tal era el valor comercial de la afamada lana española,  que en su momento llegó a estar penado con la muerte el sacar ovejas merinas fuera de España. Y de hecho, hasta después de la invasión napoleónica,  no salieron merinas de nuestro país. Hoy se estima que más de 300 millones de ovejas en todo el mundo descienden de la merina española.

En el presente, sustituida por las fibras sintéticas, la lana ha perdido gran parte de su valor, de manera que, si hace cincuenta o sesenta años,  un kilo podía rondar los “30 duros”, actualmente no llega a la mitad, mientras que el precio del esquileo se ha multiplicado por veinte o treinta.

De la misma forma, el significado y la utilidad de las vías pecuarias, han cambiado  por el avance de los tiempos y la lógica imposición de los transportes mecánicos. Además,  la trashumancia ha retrocedido también muchísimo, quedando en algo más folclórico que real.  En nuestra zona hace décadas que desapareció. Aunque todos los años vemos por la tele un gran rebaño de merinas cruzando Madrid, acontecimiento promovido por organizaciones ecologistas para hacer visible su causa y puede que la nuestra.

La Mancha ha sido siempre tierra de pastores y de ganados y, en menor medida, lo sigue siendo.

A diferencia de otros oficios,  negocios y profesiones, los que permanecemos aquí somos herederos de una tradición de muchas generaciones que, como dice el tópico “se pierde en la noche de los tiempos”. Eran normales los matrimonios  cruzados entre familias de pastores. Si a ello le añadimos que la vida del colectivo pastoril era muy distinta del resto,  alejada de los pueblos y apareciendo por estos solamente en fechas señaladas  y, si añadimos también  las conocidas  diferencias y disputas con los labradores, grupo este mucho más numeroso, con el que se competía,  a veces,  por los mismos recursos, se comprende que los pastores eran tenidos (si puedo exagerar un poquito) por una casta aparte o, por lo menos,  un círculo cerrado.

Esta vinculación, casi genética con la tradición,  tiene un importante lado bueno, un “enganche sentimental” con el trabajo (y pongo comillas con toda la intención); pero existe una parte mala: el excesivo peso del pasado,  que nos impide muchas veces adaptarnos al presente con la suficiente agilidad.

En todo caso, la vida de nuestros abuelos era distinta, muy distinta de la nuestra. Los pastores vivían habitualmente en chozos y las ovejas en corrales de bardisco.  Los inviernos eran muy duros, los veranos inhumanos, los temporales insufribles, temibles las nevadas, el calor descorazonador y sin escapatoria. Y siempre el miedo al lobo, un miedo ancestral e intravenoso que ha dejado huella en la cultura popular de todo el mundo en cuentos, cantares y leyendas. 

Llegado el tema del lobo, merecerían capítulo aparte los perros mastines, que tienen tanta historia compartida con el hombre en el cuidado del ganado. Los llamados “perros careas” en cambio, son mucho más recientes en nuestra región y llegaron precisamente, con los merineros trashumantes que recorrían las cañadas.

Pero, quizás, la mayor desgracia de aquellas personas era la falta de educación, la incultura y el analfabetismo. La vida en lugares retirados y sin medios de transporte suponía la imposibilidad de que los niños fueran a la escuela; además, desde muy pequeños,  empezaban a ser útiles a sus padres en el trabajo. Mi padre fue tres meses en un invierno,  a la edad de once años (y ya fue muy afortunado), lástima que tuvo que volver al ganado,  porque a su sustituto, aún más pequeño que él, le sobrevino un severo ataque de sabañones y lo dejó. Parece sacado de “Los Santos Inocentes”, pero es real. 

Aquello cada vez está más lejos y creo que para bien, aunque no deja de ser triste la desaparición de ciertas costumbres y prácticas así como el vocabulario del oficio, en parte todavía en vigor, en parte perdiéndose en la memoria: bardisco, basdiscá, chozo aldero, rodeo, recrear, socalar, cascarria, cencío, gachuela, burraca, lobuna, orejinevá, mamellá, muesa, patoja, hendía, zarcillo, descuarte…

Hoy hay pastores con Smartphone, bolsa del Mercadona por zurrón y tubo de polietileno de garrote…y no pasa nada.

El presente, de una manera no tan minoritaria como se podría pensar, nos habla de identificaciones electrónicas (microchip y lectores de microchip), programas informáticos, pruebas de paternidad por ADN, ecografías, una mecanización muy avanzada y condiciones higiénico sanitarias impensables hace solamente 20 años.

Es necesario mencionar la importancia actual de nuestro “producto estrella”: el queso. Si se me permite la broma, el manchego más famoso del mundo después, lógicamente, de Andrés Iniesta es el Queso Manchego. El prestigio de la denominación de origen nos ha permitido un aumento de las exportaciones, que directa o indirectamente, ayudan al mantenimiento de las explotaciones.

El relevo generacional, a pesar de la famosa crisis, está complicado.

Este oficio nuestro,  totalmente exento de “glamur” y de brillo, tan difícil de adaptar a horarios y calendarios corrientes,  este oficio de olores y moscas, de pisar inmundicias  todo el tiempo, este oficio, no se entiende bien si se han conocido mundos más cómodos y, afortunadamente, nuestros hijos sí los han conocido.

El futuro será lo que tenga que ser, pero conviene no olvidar lo que fuimos.


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Rufino Nieto Rodríguez